MAX J. CASTRO
Las llamas del odio a menudo parecen haberse extinguido de una vez por todas entre gritos de “¡Nunca más!” Pero la destrucción de la maquinaria nazi de muerte, el triunfo del movimiento norteamericano de los derechos civiles y las victorias de las fuerzas de la solidaridad humana y la justicia en incontables lugares del mundo casi nunca apaga por completo las ascuas.
O como escribe Albert Camus en su novela La plaga, una alegoría de la ocupación de Francia por Alemania, la epidemia puede ser derrotada, pero el bacilo sobrevive inactivo, listo para emerger de nuevo bajo las condiciones apropiadas. Es más, las ascuas pueden convertirse en llamas y el bacilo erguir de nuevo su fea cabeza en los lugares más inesperados, tan improbables como Noruega o Greenwich Village.
Pensamos en Noruega cono un remanso escandinavo de tolerancia, pero fue allí en 2011 que Anders Breivik, un fanático e ilusorio xenófobo, asesinó a 77 personas –incluyendo a 69 estudiantes– para expresar su indignación por lo que él considera el desenfrenado multiculturalismo de Noruega. El arrasamiento asesino de Breivik fue tan solo el peor de una larga serie de atroces asesinatos antiinmigrantes en Rusia, Europa Oriental y Occidental, y Estados Unidos.
Si hay algún lugar en el mundo que parecería seguro para la encarnación y la expresión de la diferencia, ese lugar sería la ciudad de Nueva York, cruce de caminos del mundo, la más cosmopolita de las ciudades en Estados Unidos. Sin embargo, incluso allí, el espectro del racismo continúa, y la política del departamento de policía de “detener y registrar” ha tenido como consecuencia el acoso de incontables minorías, pero ha producido un número minúsculo de arrestos y procesamientos judiciales.
La constante discriminación racial en Nueva York es indignante, pero no sorprendente, porque nunca se ha detenido. Pero lo que es verdaderamente asombroso es que en 2013 haya sido posible que se cometa un asesinato abiertamente homofóbico en Greenwich Village, cuna del motín de Stonewall que dio vida al movimiento de derechos gay hace más de cuatro décadas.
Pero fue allí que Mark Carson, un afronorteamericano gay, fue muerto a tiros, supuestamente por Elliot Morales, quien previamente esa misma noche amenazó y provocó a Carson y a un amigo con insultos antigay.
Carson y su amigo trataron de abandonar la escena del asalto verbal, pero Morales los siguió, a pesar de que un acompañante le pidió que desistiera. Después de que el supuesto amigo de Morales abandonara el lugar, Morales procedió a matar a Carson con un solo disparo de un revólver, según la policía. Un agente lo detuvo en el acto.
Anteriormente esa noche Morales había orinado frente a un bar de la zona, luego entró al establecimiento y emitió insultos antigay contra el cantinero. Le mostró al cantinero un revólver y lo amenazó con matarlo si llamaba a la policía.
El asesinato de Carson arrojó un velo de temor sobre algunos de la comunidad gay de la ciudad, la cual había considerado la zona como un área libre de homofobia. Sin embargo, sería un error e injusto presentar al vecindario como bullente de violencia antigay, aunque algunos residentes informan que escuchan con frecuencia insultos homofóbicos. Y aunque los asaltos han aumentado este año y se dice que los criminales consideran a los gays un blanco fácil, el asesinato de Carson fue el primero de 2013 en la zona.
Sería injusto culpar a la policía de tener una actitud laxa hacia este crimen. La policía ya ha acusado a Morales de asesinato y violación con arma de fuego. Y el comisionado de policía de la ciudad, Raymond W, Kelly, caracterizó de inmediato el hecho de crimen por odio. Dijo: “Está claro que la víctima que murió aquí fue asesinada solo porque se pensó que era gay. No hay duda sobre esto”.
Además, Morales no era un ciudadano promedio de la ciudad. Había cumplido diez años en la prisión estatal por robo, y en un registro de su casa la policía encontró entre sus posesiones un fusil de asalto.
Por otra parte, esta instancia particular de homofobia extrema no es un caso aislado. El odio y los crímenes por odio contra homosexuales no son raros. Un caso horrendo en particular fue el de Matthew Sheppard, un estudiante gay de la Universidad de Wisconsin, el cual fue abandonado hasta morir atado a una cerca, después de haber sido robado, golpeado con una pistola y torturado.
Wikipedia reporta que “Fred Phelps, líder de la Iglesia Bautista Westboro en Topeka, Kansas, llevó el mensaje de su iglesia, 'Dios Odia a los Maricones', al funeral de Matthew Sheppard celebrado en Casper, Wyoming, el sábado 17 de octubre de 1998. Dos de los carteles de sus piqueteros decían: 'Nada de Lágrimas por las Locas' y 'Los Maricones al Infierno'”.
Aunque las encuestas muestran que en la actualidad los jóvenes de este país son significativamente más favorables hacia los derechos de los gays que sus mayores, mucho acoso y abuso aún tienen lugar, en especial en las escuelas. Y mientras el presidente Obama ha mostrado liderazgo al acabar con la política de “no preguntar, no decir” entre los militares, y estar a favor del matrimonio gay, hay una fuerte hostilidad en contra de la idea entre el electorado, en la abrumadora mayoría de las legislaturas estatales y entre los republicanos del Congreso.
El asesinato de Carson es un llamado para los que creen que la homofobia es algo de la distante década de 1990 o que está confinada a regiones remotas e ignorantes como Laramie, Wyoming. Puede suceder aún en cualquier parte, incluso en Greenwich Village (o South Beach, donde en 2009, en Miami Beach, agentes de policía atacaron física y verbalmente a dos hombres gay después de que unos hombres reportaron un atraco. El hombre gay fue acusado de merodeo).
La buena noticia es que la homofobia en este país está en franca retirada como resultado del poco prejuicio de la más joven generación. La mala noticia es que su derrota está generando una peligrosa reacción y sus estertores de muerte serán prolongados y dolorosos, en especial para los Matthew Sheppard y Mike Carson de este mundo y los muchos más que en el proceso incurrirán en daños menos extremos, pero igualmente peligrosos.
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