LUIS MONTES MIEZA y FERNANDO SOLER
No es que el PP no
nos tenga acostumbrados al bajo nivel argumentativo con que respalda sus
posiciones, incluso en asuntos de gran trascendencia para la ciudadanía pero,
así y todo, la presunción del ministro Ruiz Gallardón sobre el efecto imitativo
que en Europa tendrá su proyecto de ley contra el aborto sólo parece explicable
desde el narcisismo patológico o desde un notable desprecio por la inteligencia
ajena. En principio, su predicción de que Europa no tardará en caminar por la
senda del auténtico progresismo que, según propias declaraciones, encarna su
proyecto de ley, habría de rebatirse desde un similar ejercicio de adivinación
del futuro para el que, sinceramente, no estamos tan dotados como el ministro.
Ignoramos qué nos deparará el futuro, y aunque sabemos cómo nos gustaría que
fuera y, sobre todo, cómo no nos gustaría, no confundimos deseos con hechos
demostrados. Los futuribles no han constituido nunca elementos de convicción y
esgrimirlos como tal dice poco a favor de quien lo intenta.
Que al señor ministro
le guste una Europa al tenor de Malta, Irlanda o Andorra es no sólo
comprensible en él; es también un deseo admisible en el marco de la libertad
ideológica que defendemos. Pero la evidencia dice –y el ministro no puede
ignorarlo–, que su contrarreforma se aparta radicalmente de la regulación más
común entre los estados del Consejo de Europa, 32 de cuyos 47 países miembros
tienen resuelto el posible conflicto de intereses entre la mujer gestante y el
concebido mediante leyes de plazo que reconocen el derecho de la mujer a poner
fin a la gestación no deseada en las primeras semanas, entre la 12 y la 24
según países, y posteriormente en los supuestos de violación, riesgo para la
madre o malformaciones del feto.
Al menos por ahora no
se ven indicios racionales de que Europa vaya a cambiar su criterio. Desde
luego, por más torticeramente que se presente por el ministro, sus voceros
mediáticos y demás autodenominados “provida”, la reciente resolución del
Parlamento Europeo rechazando la propuesta de la eurodiputada portuguesa Edite
Estrela no niega que el aborto sea un derecho de las mujeres, simplemente
reitera, en consonancia con la propia doctrina del Parlamento desde 2009, que
la legislación sobre el aborto compete en exclusiva a los Estados miembros, la
mayoría de los cuales, incluida España con la ley Aído, sí reconocen el derecho
de la mujer a interrumpir la gestación en etapas iniciales. No parece
innecesario recordar a estos pretendidamente “progresistas provida” que aquella
declaración de 2009, por 102 contra 69 votos, instaba a los estados miembros a
respetar la autonomía de las mujeres para decidir y, en consecuencia, a
promulgar leyes de plazo.
El señor ministro
tendrá sus razones para retroceder hasta antes de 1985 con su anteproyecto pero
desde luego no puede alegar que es una exigencia de las mayorías en Europa; ni
siquiera en nuestro propio país donde, además de las crecientes críticas
públicas de miembros destacados del PP, una reciente encuesta de Sigma Dos para
un medio no precisamente izquierdista señala que menos del 17% de los
encuestados está de acuerdo con la contrarreforma de Gallardón mientras que el
73,3% está a favor de mantener la actual ley de plazos. Incluso dentro de sus
votantes, el 52,9% se muestra contrario al proyecto de Gallardón y, como un
dato esperanzador que no sabemos cómo explicará el ministro, el 84,3% de las
personas entre 18 y 29 años se muestran partidarios de conservar la ley Aído.
Mucho tienen que cambiar nuestros jóvenes para que el futuro se parezca al que desea
Gallardón.
Resulta
sorprendente que mientras un país como Bélgica, de sólida tradición democrática
y por cierto monoteísta –cristiana más concretamente– está aprobando el acceso a la eutanasia de menores con graves padecimientos,
aquí Gallardón con el beneplácito de Rajoy, reinventando también el contenido
de su propio programa electoral que no avisaba en absoluto de que se eliminaría
el supuesto de malformaciones graves, pretende obligar a las mujeres a
completar la gestación de un feto con tales malformaciones que, una vez nacido,
condenarán tanto a él como a su familia a sufrimientos tan reales y dramáticos
como le explicó el profesor Esparza en su carta abierta de
julio de 2012. Y, lo
que resulta insultante, pretende justificarlo como una progresista defensa del
derecho a vivir que, según él, terminará definitivamente con la supuesta
primacía moral de la izquierda.
La realidad es que
Gallardón pertenece a esa corriente de pensamiento que divide a las personas en
dos grupos: los que deciden lo que está bien y debe hacerse y los que obedecen.
Él cree que la vida es un bien absoluto siempre y en toda circunstancia y se
considera con derecho –para eso es ministro de justicia– de imponer a los demás
determinadas conductas. No se trata de proteger una vida deseada y deseable,
que en eso estamos todos, sino de imponer su voluntad y criterio moral aunque
sea a costa de infringir sufrimiento, indignidad y humillación a quienes son y
se sienten –por más que le pese al señor ministro– dueños de su vida y de su
cuerpo. Porque tanto en el rechazo a la eutanasia como al aborto de los
“provida” subyace la misma intención de limitar la libertad individual. Ésa y
no otra es la intencionalidad de esta contrarreforma pero todo parece indicar
que el curso de la historia, al menos en los países de nuestro entorno cultural
y político, no camina en ese sentido. Gallardón vive en otro mundo.
(*) Luis Montes Mieza es médico y
presidente federal de la Asociación Derecho a Morir Dignamente. Fernando
Soler es médico y secretario de la AsociaciónDerecho a Morir Dignamente de Madrid
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