ÁNGEL
CAPPA
A
pesar de que a fuerza de palos estamos acostumbrados, no podemos dejar de
asombrarnos por las mentiras cotidianas que el
poder fabrica con
la intención de escondernos la realidad, de hacernos pensar como ellos quieren
que pensemos. Cuando miles de jóvenes dejan el país por falta de trabajo y de
futuro, nos dicen que no se trata de emigración laboral, sino de movilidad
exterior, y también del espíritu de aventura propio de la juventud inquieta. El
zarpazo en Educación dejó sin trabajo a miles de maestros. Además, en las
escuelas públicas tuvieron que agrupar muchas clases sumando en cada una a
alrededor de 30 alumnos, aunque nos dicen que ese amontonamiento forzado
permitirá la sociabilidad de los niños.
La
gente que no puede pagar una o dos cuotas de las hipotecas de sus casas debido
a la crisis que los ha golpeado brutalmente es desahuciada sin miramientos y
con la policía. De los miles de millones de euros que el Estado (cada uno de
nosotros) utilizó para el rescate de los bancos con la promesa de devolución,
ya anticiparon que 36 mil millones no los devolverán nunca, y nos dicen que la ley es igual
para todos. Hay decenas de ejemplos por el estilo, pero creo
que una pintada que Eduardo Galeano vio en una pared de un barrio de Buenos
Aires puede servirnos como resumen aclaratorio de lo que está sucediendo. La
pintada, ya muy conocida, decía: “Nos mean y dicen que llueve”.
Lo
que tratan de hacer con tantas y tan variadas mentiras es distorsionar la realidad.
Para eso cuentan
con un gran aparato mediático, de su propiedad, y un ejército
de tertulianos alistados para lo que manden. “Los medios de comunicación se han
convertido en verdaderos configuradores de la realidad social”, dicen en un trabajo publicado
en Ágora, Ramón Reig García y María José García Orta.
Otro
ejército de economistas neoliberales ejerce de voceros del sistema económico en
los principales medios de comunicación. Con una jerga indescifrable para los no
avezados en estos temas (en otras palabras, haciéndose los difíciles ex profeso para
que no se entiendan muy bien sus argumentos), tratan de convencernos de que
los culpables de esta crisis en buena medida somos nosotros,
que “hemos vivido por encima de nuestras posibilidades”.
En
definitiva nos presentan esta realidad, que los beneficia amplia e impunemente,
no solo como la mejor sino como la única posible. No en vano, el asesor,
economista y escritor (condenado varias veces por plagio) Alain Minc dijo
aquello tan difundido de que “la democracia no es el estado natural de la
sociedad. El mercado, sí”. Quieren que aceptemos esta
patraña, sin indignarnos ni rebelarnos, para pensar que no hay
otro remedio para esta crisis que dejarnos robar la educación y la sanidad
públicas, los derechos laborales y sociales y aceptar esta estafa como una
fatalidad. No les faltan “ideólogos”, algunos hasta prestigiosos, que comparan
este sistema con la ley de la gravedad. ¿Se puede luchar contra la ley de la
gravedad?
Y
aquí tenemos, entonces, el principal desafío cultural. Sabemos que a cada orden
social le corresponde una determinada ideología, una determina cultura, una
manera de ser y de actuar en el mundo. Este orden, social, político y
económico, que es a todas luces injusto y antidemocrático, se llama capitalismo,
y querer cambiarlo no es una ambición mefistofélica, ni una pretensión
descabellada. Es simplemente una necesidad urgente.
Afirma
Schmucler, en el prólogo del libro Para leer el Pato Donald, de Dorfman y Mattelart,
que “solo la construcción de otra cultura otorga sentido a la imprescindible
destrucción del ordenamiento capitalista”. Efectivamente, el capitalismo es un sistema
“agotado”, nos decía José Luis Sampedro. Juan Torres López
afirma en un artículo reciente que “el capitalismo no da para más”. Y
Frei Betto es más contundente aún cuando lo califica de “sistema criminal”. Y
no le falta razón.
Veamos
un ejemplo: los inversores destinan para especular en el mercado de derivados
de alimentos básicos, unos 320 mil millones de dólares, lo que contribuye a subir indecentemente los
precios de los alimentos esenciales y a agudizar dramáticamente el hambre
de millones de personas. Para la lógica capitalista, eso no es una indecencia,
sino una operación más del mercado.
Los
números que nos deja el capitalismo como sistema
generador de desigualdades son
aterradores. Según el banco Credit Suisse, el 1% de la población mundial es
dueño del 43% de la riqueza mundial y el 10% posee el 85% de la del planeta. Las 300 personas más ricas de
la Tierra tienen más que 3.000 millones de personas, casi
la mitad de la población mundial. Y en el 2013, que fue un año horrible para
casi toda la humanidad, donde aumentó considerablemente el número de pobres en
el mundo, esas 300 mayores fortunas sumaron unos 383 mil millones de euros.
Es
decir, la crisis les permitió a los supermillonarios, a quienes la provocaron,
amontonar más riqueza aún en perjuicio de los pobres, que son cada vez más
tanto en número como en pobreza. Es una injusticia “que clama al cielo”, como
decía Pablo VI. Hasta el actual papa, Francisco, quiso denunciar este
sistema económico en su exhortación apostólica Evangelii Gaudium cuando aseveró que “así
como el mandamiento de no matar pone un límite claro para asegurar el valor de
la vida humana, hoy tenemos que decir no a una economía de la
exclusión y la inequidad. Esa economía mata”. Al capitalismo ya no le queda
ni el papa.
Estamos
aprendiendo por experiencia propia que democracia y capitalismo son
incompatibles. “Es preciso, por lo tanto, escapar de ese
orden y descodificarlo desde otra visión del mundo”, dijo Schmucler. “Es
necesario – agregó- re-comprender la realidad para lograr modificarla”.
Para ellos, los que mandan (no los que gobiernan que son unos mandados), la
cultura es un adorno que se agrega a lo que sirve. Para nosotros, la cultura es
una cuestión vital. Para ellos educar es domesticar, para nosotros formar jóvenes con un sentido
crítico porque,
como dice un poema de Benedetti, “siempre habrá un orden que desordenar”. Para
ellos, libertad es acumular riqueza a costa de la pobreza de los demás. Para
nosotros, la libertad se construye con los demás, con todos los demás.
A
las luchas diarias de los trabajadores, de los estudiantes, de los parados, de
los profesores, de los jubilados, de los desahuciados, de los investigadores,
de todos los que sufren la brutalidad de un sistema en crisis y cada vez más
violento (recuerden la Ley Mordaza), hay que acompañarla con una tarea intelectual que nos sirva
para tener nuestra propia visión del mundo, nuestra propia
conciencia de la realidad y así poder cambiarla, hacerla mejor, más justa, más
humana, auténticamente democrática, donde seamos sujetos de nuestro propio
destino, y no clientes cada cuatro años, y por si fuera poco engañados. “Porque
-como advirtió el maestro Sampedro- compañeros, se trata de vivir. Sí, claro,
también nosotros”.
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