ARMANDO B. GINÉS
A simple vista, en la España de hoy se roba a manos llenas prácticamente en la impunidad más absoluta, a plena luz del día. Se apropian de lo ajeno delante de las narices de la inmensa mayoría los adelantados de toda la vida aglutinados en la derecha de siempre: políticos, empresarios, intelectuales orgánicos, periodistas mediáticos en nómina y gurús fácticos en la sombra. La izquierda institucionalizada también se lleva su propina por mirar para otro lado y callar en aras de una armonía ficticia de la que obtienen lo suyo de múltiples mordidas secundarias, migajas de pobre para mantenerlos prisioneros del sistema corrupto imperante y alejados de veleidades políticas que profundicen en una sociedad más libre, igual y justa.
La corrupción es consustancial al régimen capitalista, pero nadie desde la izquierda institucionalizada pone de verdad el dedo en la llaga. En el fondo, ese aforismo de que vivimos en el mejor de los mundos posibles ha calado hasta la médula en el pueblo llano y sufriente, en definitiva, en la clase trabajadora.Todos las cúpulas políticas y sociales pasan de puntillas por la corrupción porque el que más y el que menos está salpicado por ella. El capitalismo lo compra casi todo: ideologías y revoluciones, éticas laicas y ateas y morales religiosas hipócritas.
Para el capitalismo, un preservativo, un invento útil y una bomba son la misma cosa: productos que contienen trabajo humano y del que han extraído una plusvalía convertida por arte de magia en beneficio privado y más capital acumulado. La gran falacia del capitalismo reside precisamente ahí: el trabajador es el único que crea valor real en el mundo, mientras que los que no trabajan nunca (empresarios, financieros, testaferros políticos y dirigentes paniaguados) se embolsan gracias a no hacer nada el hurto legitimado en la clave de bóveda de todo el proceso, la escurridiza plusvalía. En realidad, toda esa legión de manos ociosas sí que produce algo, un algo que les permite subsistir y defender sus intereses de clase o corporativos: producen ideología, miedo y estructuras de pensamiento para que nadie interprete el juego con veracidad y pueda optar por salirse del mismo con cajas destempladas.
Ese producto residual, llamémosle para entendernos ideología-miedo, configura una sociedad cerrada que legitima la realidad tal cual se manifiesta en las relaciones complejas entre grupos dispares, segmentos o capas sociales, discursos cotidianos en el lugar de trabajo y acopio consumista de fetiches culturales. Pensar distinto es saltar la valla invisible desde la sociedad cerrada al pensamiento crítico, una osadía para la que existen penas de muy diferente índole, desde el palo represivo policial inmediato al ostracismo laboral e incluso la cárcel si el grito consigue contaminar sus alrededores de peligros ciertos y activos contra el sistema monolítico del capitalismo.
Existe un pánico tácito y difuso a criticar abiertamente el sistema capitalista de explotación de todos los recursos humanos y naturales, más o menos salvaje según épocas históricas y coyunturas puntuales. Son pocos los que ven la enajenación colectiva y la suya propia de modo crítico. La sociedad cerrada que habitamos solo ofrece artículos de consumo; pensar más allá del hedonismo de tocar un deseo en forma de objeto desechable precipita al ciudadano de hoy en día al vacío total. El explotado actual únicamente sabe defenderse a solas, atrincherado en sus precarias guaridas a la espera de que escampe. Nadie representa sus intereses verdaderos porque no existe vanguardia o cúpula alguna que haya vivido en sus carnes el desamparo de la condición de riesgo completo en la que sobrevive día a día.
Los dirigentes sociales hace mucho tiempo que han dejado de ser trabajadores de calle, salvo honrosas excepciones orilladas en el silencio de la masa. Se han convertido en profesionales del discurso y la negociación por las alturas, perdiendo el contacto con las bases de las que provienen. Son discursos que avalan y dan cobertura a su quehacer cotidiano, donde no caben propuestas ni soluciones sociopolíticas e ideológicas más allá de los remedios técnicos aplicados como la única terapia de urgencia a mano. No pueden salirse del marco establecido por el poder sin poner en entredicho sus sillones institucionalizados y asimilados por el régimen capitalista.
El hábito de la práctica cotidiana ha hecho un monje que se siente a gusto en su posición sociopolítica y en su molicie ideológica. Dirigentes sociales de larga trayectoria presentan tics conservadores muy preocupantes. Resulta extremadamente difícil diferenciar sus palabras de las de cualquier otro prócer enquistado en la política como medio de vida principal. Vivir de las instituciones durante años crea una ideología sui géneris de distancia casi insalvable con la realidad real, valga la redundancia.
La crisis de ideas de izquierda es muy grave. Por abajo se observan inquietudes dispersas evidentes, claras y rotundas, pero que adolecen de pensamiento global. Pocos movimientos y proclamas hacen alusión directa al capitalismo, lo que demuestra un trabajo ideológico eficaz de neutralización por parte de los mass media y de las clases dominantes. Los gritos plurales mueren en el mar proceloso del olvido como bellas metáforas éticas de romanticismo ideal, muchas veces de un infantilismo que asusta por sus mensajes evanescentes, creativos eso sí pero exentos de fuerza y contenidos políticos.
Unos y otros, los que viven en la excelencia del sistema capitalista y los segundones adheridos a las minucias del seguir tirando, solo esperan que la movilización colectiva caiga por su propio peso de fatiga colectiva irreversible. Otro mundo debería ser posible, sin embargo la izquierda oficial continúa instalada confortablemente en que solo lo posible es lo real. Desde lo posible, no hay utopía que puede abrirse un horizonte de mínima respetabilidad social, política e ideológica consistentes.
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