RAFAEL AROZARENA
Fue mi primer encuentro con la gracia
mirando la pesca milagrosa de un viejo pescador.
Éste era un viejo que no pescaba en la corriente de Gulf Stream,
que tenía sus pestañas como anzuelos anclados en el fondo
de todos los mares del mundo.
Era un viejo llegado de la luna
tan amigo de Pierrot y Colombine.
Era un viejo azul y rosa como el mar de Málaga.
Era un dios pescador que pesca pescando penetró en el Sena
y con ostras sacadas de los rostros egipcios
sembró los ojos de París.
Fue mi primer día en el mundo de la gracia
mirando la pesca milagrosa de un viejo pescador
cuando aún no sabía que pescaba para mí.
Habíamos seguido las luces de San Telmo
hasta la puerta de Antibes.
Me senté largo tiempo a su lado con las manos abiertas al sueño
y él pescaba violetas y gallos o rombos de arlequín para
vestir a sus hijos.
Era un viejo pescador ignorante
y yo quería enseñarle a pescar peces de verdad como la carpa
y el salmón.
No creía que Dios hizo el mundo en siete días
que París está en el mapa y es invisible a un corazón cualquiera.
Huía entonces de mi lado, de mi ciencia, del frío que me hizo.
Él era un viejo loco que pescaba en Antibes
y lanzaba su anzuelo de plata en un vaso de vino
o en una cazuela vacía pintada con azul de Pablo.
Y eso pescaba: el azul
o caramillos de Dios para alegría de cabras y faunos
o las ocho rosas para felicidad de Juan Ramón que nos miraba
desde su ventana.
Para mí dos pichones de amor que metió en sus bolsillos.
Fue mi primer día en el mundo de la gracia
mirando la pesca milagrosa de aquel viejo español
que perdió su locura y pescó la quijada
espantosamente abierta de Guernica.
Lo recuerdo ahora ya en el día más difícil de los poetas.
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